lunes, 2 de julio de 2012

Jericó.

 
Para entrar en la tierra prometida, tierra poblada por otros que no eran ellos, el pueblo de Israel debía de conquistar puntos estratégicos dentro del territorio que el gran Jehová les había asignado. Una ciudad de anatemas, infieles al señor, debería caer implacablemente bajo la espada esa ciudad sitiada.


Desde adentro, los jefes de la ciudad miraban con temor a esos advenedizos del desierto que estuvieron vagando cuatro décadas, varios gobernantes cayeron bajo el estrés de su presencia cercana lejana. Había llegado la hora pero no dejarían que los invadieran, se perdería mucho, prepararían todas sus armas y estaban dispuestos a dar la batalla. Lamentaba no haber alcanzado al par de espías que se alojaron con Rahab, esa prostituta pilla.

El gran jefe invisible ordenó al caudillo de Israel Josúe, luego de perdonar el oprobio de Egipto, ir con todos sus hombres de guerra y rodear la ciudad. Por seis días le darían la vuelta a la ciudad y al séptimo día siete vueltas más; les acompañarían los sacerdotes levítas llevando el arca de la alianza. Entonces con clamor de los hijos de Israel, Jehová Señor de los Ejercitos, les entregaría la ciudad. Las murallas de Jericó caerían.

La orden era perentoria, todo ser vivo debería morir, cada objeto valioso debería ser acumulado en el tesoro del templo, si un hombre desobedeciese a la orden muere; la mujer Rahab, sus familiares y quienes estén con ella serán salvados. La ciudad debería desaparecer del mapa, bajo espada y fuego.

Así fue como tomaron la tierra prometida.

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