domingo, 22 de julio de 2012

La leche.

Sale, como todos los días, apurado de clases ya que siempre a esa hora tiene un hambre tremenda, ya a esa hora se cree capaz de devorar de un bocado una vaca completa, por lo que le desagrada por completo llegar un minuto tarde  tener que esperar media hora para poder calentar su almuerzo.


La diferencia del minuto es crucial, una horda de compañeros provenientes de todas las partes de la facultad corren también para poder tomar los primeros puestos en la fila, es la misma hora a la cual todos desean comer el alimento traído de sus hogares, no hay otro tiempo.

Mientras el resto lucha por liberar las tensiones soltando la lengua, comentando sobre un cursou otro, malas notas, buenas notas; él preparaba  su artefactos para la comida del día con parsimonía, cada uno en su lugar: el contenedor de la comida caliente, el pote para la ensalada, el envase para la fruta. Se da su tiempo, lo que no le quita el hambre, para preparar su  lugar aliñando la ensalada del día y abriendo el libro en la página que había quedado al bajar de la micro.

Los aromas que desprenden sus alimentos son especiales, tratados con todo el cariño con que la maga puede conferirles para darle la fuerza del día a su hijo. Se entremezclan para bailar con alegría y apoderarse de la atmósfera a veces el tomate con el ajo, la palta sola o con lechuga, a veces el vinagre y las otras verduras que se turnan para convertirse en arte efímero.

Cuando llega el turno de calentar su comida aún toca otra explosió de aromas que, poco a poco, vuelven a renacer desde la frialdad hasta el ambiente cálido que le otorga el microondas al agitar cada partícula de agua en una cumbia molecular. En donde la consistencia del arroz, cuando le toca venir, hace renacer el sabor cautivante que resulta de preparar algún trozo de carne con cebolla, zanahoria y otros condimentos preparados a la fritanga.

El dios de las comidas, algunos le llaman, sus más amigos siempre le piden de probar algo de aquí y algo de allá. Por eso trae harto, para que a todos les toque un poco de felicidad, en la ceremonia de todos los días.

Los colores mezclados en la boca del muchacho que se va al otro rincón, lejos del bulto en torno a la tele, para poder seguir el rito simple de combinar las partes de su almuerzo en que a veces, para sentir, debe cerrar sus ojos pero, para expresar, debe abrirlos. Es como el rojo del tomate, los blancos, los verdes, los pardos y transparentes se transforman en la leche, al masticarlos todo en uno y la letra en liturgia.

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