domingo, 1 de julio de 2012

Desde la puerta.

 
El otro día iba saliendo de mi trabajo y veo a mi jefe sentado en la oficina, miro de reojo y veo que estaba mirando unas noticias por internet. Paré a saludarle y le pregunté que hacía, que por qué no se iba  a la casa mejor.


Eduardo, mi jefe, es ya una persona de edad, debería haber jubilado hace varios años. Los rumores cuentan que lo hizo pero volvió a los meses. Me respondió que no aguantaba mucho estar en su casa, que podía estar bien atendido y cómodo pero que esa vida lo llevaría a una rutina que le aletargaría las neuronas, necesitaba acción.

Cada día, una vez que cierro la puerta de casa y me guardo las llaves me siento otro, alejado de esas sonrisas casi obligadas que hay en casa; puedo ver cada rostro expresando su propio ánimo y preocupaciones cotidianas. Respiro del aire que circula por el parque y me quedo unos momentos sentado viendo los pájaros. Es algo que antes no lo hacía, ahora lo valoro. Los problemas que veía complejos los tomo ahora con calma porque se me tornaron simples, ahora todo va bien conmigo.

Todos cuentan que antes trabajar con él era muy complicado, exigía el cumplimiento de cada labor con una puntualidad mecánica y muchas veces hacía colapsar todos sus recursos humanos; algo le hizo cambiar, que al volver los ritmos se hicieron otros.
Si hubiera sido un obrero, si fuera el cochino Larry, ya estaría todo gastado, un viejo mañoso y con pocas energías; habría tenido que volver por necesidad porque su jubilación no le alcanza para vivir con su señora y su hija estudiando, además del perro. Habría tenido que agachar la cabeza a sus nuevos jefes de la obra y ninguna pintura adornaría las paredes de la empresa con su rostro.

Los hombres llegan a ser diferentes por las circunstancias, pueden  quererlo u odiarlo pero la propia inercia o costumbres de sus labores los llevan a repetirlas hasta agotarse. Llegando a la vejez cansada de anciano que mira a la calle.

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