miércoles, 5 de septiembre de 2012

Ese cerro.



En aquellos días la sombra que daba por la mañana en las zonas cercanas duraba cerca de dos horas adicionales a lo que habría de luz si se estuviera en un plano. Pero las personas gustaban de vivir en la falda de ese monte porque era abundante en frutos de árboles nativos, pastos para los animales y animales de presa. Era el lugar secreto del pueblo en donde los más jóvenes hacían fiestas extraordinarias durante la primavera.


Era un rito de iniciación que consistía en atravesar el cerro por los túneles que tenía en su interior. De todas las bifurcaciones habían dos que se podían atravesar en un rato, pero tenías que bajar cerca de quinientos metros y subir, a todos les daba miedo porque temían encontrarse con alguna criatura maligna, algún demonio tal vez. Las otras tres opciones con salida eran solo vueltas en subida que terminaban cerca de la cima, pero para llegar, caminando, tenías que llevar alimentos para un par de días.

A pesar de que habían pasado varias generaciones en que se había vuelto una costrumbre aquella aventurilla, quedaban lugares por registrar, la mayoría prefería los paseos cortos o más seguros. Casi ninguno, pasaban años a veces, se aventuraba por los callejones y abismos que habían en la zona prohibida. En ese año los muchachos se conocían de memoria todas las historias que se contaban del cerro y pensaban hacer algo rupturista, los más viejos se reían, pues el rupturismo de todas maneras iba a quedar en el pasado.

Pero fueron Samuel, Daniela y Rashi quienes se prepararon para tal objetivo, cuerdas, linternas con baterías para varios días, alimentos y líquidos, cada uno llevaba además en su bolso herramientas de mano en caso de cualquier eventualidad. A inicios de octubre, sus amigos los acompañaron hasta la entrada y se despidieron, en el pueblo no supieron de ellos hasta unos días después cuando era ya inevitable la noticia.

La única persona que volvió a las semanas fue Daniela, pero estaba completamente distinta: silenciosa, arisca, flaca, oscura; una sombre recorría su rostro y jamás pudo explicar que había pasado con sus compañeros. Nadie sabía. Unos especulaban que habían viajado hasta el infierno y otros decían que habían caído por el abismo infinito. Ella no decía ni si ni no. Solo mostraba unas rocas que había traído consigo.

La chica enfermó  y murió al cabo de unos años, pero el pueblo comenzó a buscar a sus compañeros en las cuevas, año a año entraban partidas con la esperanza de encontrar al menos sus cuerpos, nada pasaba. Corrió la voz hasta los oídos de un viejo geológo que hacía un estudio del terreno en un rio cercano ya que se iba a construir un puente. El anciano llegó y se integró a un equipo de gente que iba nuevamente en la búsqueda de los niños luego de interesarse profundamente por la naturaleza de esas piedras.

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