Nunca quise poner un gran local, sabía que de un momento a otro de pasar a vender libros llegaría a vender solamente artículos de escritorio. La presión del público es inmensa, tanto que siempre terminará arrastrando al comerciante si no se mantiene firme con su propósito, así fue como comencé.
Hoy en día puedo decir que casi he cumplido mis sueños. Mantengo una pequeña librería, un carrito, en donde ofrezco los mejores libros que este pueblo podría requerir leer. Nada del otro mundo, les basta con casi puras lecturas de colegio, manuales de autoayuda y los bestseller del momento en copias baratas; antes también hacía encargos de libros más raros pero ahora o los consiguen viajando a Santiago o los descargan por internet, el negocio se ha ido acotando.
Yo quería que en este lugar se pudiera transmitir cultura, que llegue la gente y le pudiera conversar de como el poeta X logró escribir una maravillosa novela, pero que, luego del éxito, se autocondenó al ostracismo. También podría contar las historias de grandes científicos que viajaban por el mundo estudiando la naturaleza y los habitantes de cada lugar, los dibujos que dejaban en sus cuadernos. Detalles que, quizás, desde entonces habrían cambiado estas arrugas de viejo.
Porque mi rostro es ahora más como una hoja de otoño, arrugada, que una hoja de libro recién impreso en que se puedan ver claras sus expresiones. Para todos pasan los años, menos para la ignorancia.
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