sábado, 30 de junio de 2012

Cien hojas.


Una gran pesadilla escolar es la lectura obligatoria de algunos libros que dan los profesores a sus alumnos como una gotera maquinalmente programada para destruir la imaginación que aún no margina en cada cabecita. Una tortura que hace terminar odiar las letras, desgasta el buen hablar.


Creo que la razón porque me gusta leer es porque los libros fueron parte de mis juegos, eran un aporte sustancial en ideas aventureras a todo lo que hacía en el patio, desde naves espaciales a persecuciones de piratas fantasmas, sobrevivir inviernos o cavar cuevas en busca de algún tesoro escondido.

No recuerdo en realidad libros que me hayan dado en la escuela, si algunos que adelantaba en la lectura y de repente había que leerlos, ya me los sabía de memoria y me reía. Era distinto, no se sentía como una cuchara que te meten en la boca con la comida sino como haberse robado una fruta del árbol y que no te hayan pillado.

El gusto por leer es también un desafío a los profesores, a los viejos, a todos los que no cachan na' lo que va brotando en las cabezas locas de los cabros chicos. Es hacer brotar la veta salvaje en un bosque de libros para romper con la civilización, volver a hacerla. Leer no es civilización es brutalidad, es un desafío, una provocación que nace desde las palabras, leer es un camino a escribir.

Por eso, lo único que uno puede hacer para lograr ese gusto es sembrar semillas, crear un ambiente propicio para hacer explotar las dimensiones que se abren a través de los ojos y se guardan flotando en algún rincón de la memoria para combinarse en un bailoteo esencial con otras lecturas.

Acabar con la pesadilla de las cien interminables hojas que se ven al comenzar ese libro que el profesor y al final no hacen más que acabar con tu libertad.

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