Se levanta una leve sospecha de conmoción en ese diminuto cuerpo cuando siente el fuerte ruido de la puerta que se abre y azota fuertemente el marco de madera. Todas las vibraciones se acercan velozmente a sus patas y su cabeza se agita temblando. No es tanto se dice, porque cuando es peor, cuando terremotea, cuando la tierra se levanta como si acabase de ser nacida, nada puede evitar su miedo; ni un salto al abismo ni sostenerse en una red elástica con la que captura sus alimentos.
Y apenas recuerda a su madre que terminó siendo una coja inválida gracias a las torturas de esos gigantes temerarios.¿Acaso no estaban enterados de la fortaleza de su veneno, de lo poderosa que son sus mandíbulas? Pues no, aún así eran capaces de atacarles y cercenar una a una sus extremidades. Por suerte es que es posible sobrevivir con menos, algo así como las ocho vidas de un bicho, un arácnido, están completamente ligadas a la sobre-vivencia de las patas, cada una.
Entonces se recuerda los tiempos de diversión, en que ocurren sus horas de caza, donde puede recorrer con tranquilidad absoluta las paredes y el techo recuperando y recolectando el alimento del día. A veces juega a descolgarse hasta llegar a las narices del gigante durmiente y casi se adentra en la caverna de carne y rocas blancas tratando de descubrir el misterio de sus sonidos guturales. La llamada del instinto le hace mantenerse respetuosa, las leyendas cuentan de enormes genocidios de antiguas hermanas que fenecieron bajo las plantas de zapatos debido a que se mostraron osadas. La osadía es solamente en la oscuridad.
Pero sus ojos son capaces de mirar más allá de todo. El panorama absoluto del universo en una pequeñez ubicua que sale de su escondite a la mera naturaleza a capturar la inmensidad. Y ajustarse entre las piedras para trepar en las hierbas y las hojas para ajustarse a lo salvaje. Saltar como si fuera un ajuste de cuentas, lo último que podría hacer como ser vivo. Procrear en la simpleza del placer.
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