Sale,
como todos los días, apurado de clases ya que siempre a esa hora tiene
un hambre tremenda, ya a esa hora se cree capaz de devorar de un bocado
una vaca completa, por lo que le desagrada por completo llegar un minuto
tarde tener que esperar media hora para poder calentar su almuerzo.
La
diferencia del minuto es crucial, una horda de compañeros provenientes
de todas las partes de la facultad corren también para poder tomar los
primeros puestos en la fila, es la misma hora a la cual todos desean
comer el alimento traído de sus hogares, no hay otro tiempo.
Mientras
el resto lucha por liberar las tensiones soltando la lengua, comentando
sobre un cursou otro, malas notas, buenas notas; él preparaba su
artefactos para la comida del día con parsimonía, cada uno en su lugar:
el contenedor de la comida caliente, el pote para la ensalada, el envase
para la fruta. Se da su tiempo, lo que no le quita el hambre, para
preparar su lugar aliñando la ensalada del día y abriendo el libro en
la página que había quedado al bajar de la micro.
Los
aromas que desprenden sus alimentos son especiales, tratados con todo
el cariño con que la maga puede conferirles para darle la fuerza del día
a su hijo. Se entremezclan para bailar con alegría y apoderarse de la
atmósfera a veces el tomate con el ajo, la palta sola o con lechuga, a
veces el vinagre y las otras verduras que se turnan para convertirse en
arte efímero.
Cuando
llega el turno de calentar su comida aún toca otra explosió de aromas
que, poco a poco, vuelven a renacer desde la frialdad hasta el ambiente
cálido que le otorga el microondas al agitar cada partícula de agua en
una cumbia molecular. En donde la consistencia del arroz, cuando le toca
venir, hace renacer el sabor cautivante que resulta de preparar algún
trozo de carne con cebolla, zanahoria y otros condimentos preparados a
la fritanga.
El
dios de las comidas, algunos le llaman, sus más amigos siempre le piden
de probar algo de aquí y algo de allá. Por eso trae harto, para que a
todos les toque un poco de felicidad, en la ceremonia de todos los días.
Los
colores mezclados en la boca del muchacho que se va al otro rincón,
lejos del bulto en torno a la tele, para poder seguir el rito simple de
combinar las partes de su almuerzo en que a veces, para sentir, debe
cerrar sus ojos pero, para expresar, debe abrirlos. Es como el rojo del
tomate, los blancos, los verdes, los pardos y transparentes se
transforman en la leche, al masticarlos todo en uno y la letra en
liturgia.
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